Limen, metamorfosis, belleza mental.
Llevo algunos
meses pensando sin pensar (como en un eterno desvelo) en todo esto. Las últimas
lecturas me han ido conduciendo a un lugar al que quizás quería llegar, intuyendo
el camino. También me sucedía que no terminaba de encontrar en las nuevas
lecturas que iba haciendo o en mis autores preferidos nada que me llegara de verdad al corazón. Notaba que me aburrían.
¿Había
un modo de entender el mundo y cifrarlo en la experiencia artística (en este
caso, los libros) específico de las mujeres? Probablemente para millones de
personas la respuesta es meridiana: claro que sí, pero, como sucede con todos
los aprendizajes, solo se crea conciencia y cambio cuando es uno mismo quien
los construye.
Sin
ellas, Jane Smiley, Chris Kraus, Alana S. Portero, Elena Ferrante, Rachel Cusk,
Gabriela Cabezón Cámara, Siri Hustvedt, Antonia Susan Byatt, Mary Shelley,
Elena Medel, Han Kang, Elena Garro, Emilia Pardo Bazán y muchas más (no nombro a
cineastas como Leticia Dolera, Alauda Ruiz de Azúa, o Carla Simón; ni a mis amadas
podcasteras Nerea Pérez de las Heras, las Hijas de Felipe, Henar, etc.) no
hubiera logrado poner la olla a cocer. A fuego lento, pero seguro. Vivas o
muertas, en el siglo XIX, los años 90, ahora, da igual, todas ellas acaban hablando
de lo mismo, hasta el punto de que he llegado a buscar si Mariana Enríquez
había leído a A. S. Byatt, puesto que había párrafos enteros en la escritora argentina que parecían
escritos por la autora británica.
La
conclusión a la que estoy llegando es que hay algo en común en todas nosotras,
descubrirlo me ha llenado de gozo y, de algún modo, de armonía y reconciliación
conmigo misma. Sin pretender ser dogmática ni exhaustiva, intuyo que, quizás,
las narrativas de los hombres giran en torno a la consecución del objetivo de
la aventura, el deleite en la recreación del deseo y/o la inconsistencia de su
propia existencia, angustia existencial mediante o no. En lo que nos cuentan,
vía artística o no, prima la peripecia en torno a la consecución de algo.
Hay en ellos industria, progreso, autoafirmación, sentido lúdico de la
existencia siempre supeditado a las relaciones de poder; o también frustración
y angustia en torno a la no consecución de algo.
Sin embargo,
en las mujeres predomina lo liminal, la metamorfosis y la belleza
mental.
Lucía Lijtmaer, en un capítulo de su podcast, nos lee fragmentos de las reflexiones de la artista Meret Oppenheim" tales como: “el arte no es una válvula de escape, sino un método de transformación. No quiero escapar, quiero mutar", o también que "cada mujer lleva en sí una metamorfosis, algunas la temen, otras la fabrican". Las mujeres no queremos escapar, ni llegar a ningún sitio ni a ningún algo. Si algo he logrado sacar en claro leyendo, escuchando y visionando, muy atenta, a todas estas mujeres, es que lo que a nosotras interesa es el umbral, el proceso de transformación y la belleza mental que se deriva de la recreación del no-lugar del no-algo. No me interesa tanto sustentar esta afirmación en nada racional, aunque me doy cuenta de que nuestro cuerpo está sometido a un ritual mensual que nos ata a procesos corporales inevitables y completamente dominantes que nos someten a un eterno retorno constante y repetitivo durante la mayor parte de nuestra vida, favoreciendo la morbosidad y la morosidad, ese no-algo o no-lugar.
Me interesa mucho más la relación que establecemos con la realidad a través del lenguaje (como principio estructurador). Quizás no es que sea gracias al lenguaje por lo que logramos crear lo abstracto, quizás es que lo abstracto, la metáfora es lo definible humano. Esto las mujeres creo que lo sabemos muy bien, aunque hemos estado y estamos sometidas a las dinámicas del progreso masculinas.
Todas las mujeres que he leído, escuchado, atendido, todas ellas narran el deleite de la permanencia en el umbral, en el proceso metamórfico y en el disfrute de la belleza mental que ello genera: es la inmersión en fantásticas descripciones de la sangre, la muerte, el cuerpo, en el preciosismo del mundo natural. Los objetos cotidianos, nuestra miseria, nuestra mezquindad, y nuestra necesidad de voz, vida y libertad.
La vida sin objeto ni fin, profundamente sensual, sexual e intelectual, y nuestra. Y quedarse ahí.
Feliz 2026, cada vez más parecido, al fin, a 2666.
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