True Detective, de Cary Joji Fukunaga



Hace unos días, Miguel Ángel Serna (@maserna) dijo en Twitter una de esas cosas que hacen que la cabeza te haga bang. Fue lo siguiente: "True Detective no va de polis y asesinos, trata sobre cómo se cuenta una historia: el trabajo del auténtico detective es la narrativa".

Bang.

Ni qué decir tiene que este tuit tiene una resonancia especial para mí, puesto que las andanzas de mis otros dos detectives favoritos (Lima y Belano) también están relacionadas con la reconstrucción de un puzzle en el los hechos narrados acaban revelando su importancia precisamente por el modo en el que son contados. Tanto en True Detective como en Los detectives salvajes (me encanta la zona de convergencia semántica que comparten true/salvaje) la metanarración es la verdadera protagonista.

Y es que es True Detective es, sobre todo, una historia de historias. La estructura in media res favorece el protagonismo del proceso narrativo en el que se van engarzando los diferentes planos semánticos, de los que son prioritarios dos: la resolución del crimen y la evolución personal de los protagonistas. Lo que hace que poéticamente funcione tan bien es que ambas tramas giran en torno la relación del ser humano con el Bien y el Mal.

El trasfondo religioso-esotérico de los crímenes en la serie queda patente desde el comienzo. Sin embargo, lo interesante no es tanto lo morboso de los crímenes (como podía serlo en Twin Peaks), como la actitud de los protagonistas durante el desarrollo de la investigación. Conforme avanza la trama se va desvelando poco a poco el conflicto moral de cada uno de ellos de un modo tan eficaz que lo personal acaba ocupando el primer puesto de relevancia semántica frente a la trama policíaca.  

Martin Hart intenta seguir el camino del Bien tratando de mantener una unidad familiar modélica porque, según sus propias palabras, un hombre de bien debe tener una buena familia. Sin embargo lo que realmente hace es beber, drogarse y ser infiel a su mujer hasta perder por completo el supuesto control que ejercía sobre su supuesta vida familiar idílica. Cuando su mujer le pregunta en quién se ha convertido y por qué, él se derrumba confesando su propio Mal, su infierno personal: la crisis de los 40 lo tiene al borde del abismo existencial. Un abismo que sólo logrará salvar con la resolución del caso.
Rust Cohle habita en el abismo: es alcohólico y drogadicto confeso, vive en absoluta soledad. En cambio, al contrario que Martin, es la honestidad personificada. Su impecable moral nace del estoicismo en el que se sume tras la muerte accidental de su hija pequeña. A partir de entonces su vida personal es el infierno, pero su trabajo -en el que jamás bebe ni se droga- es la representación del Bien: la lucha contra los criminales psicópatas.

La resolución del caso, veinte años después, libera a ambos: Martin se redime de sus pecados implicándose en el caso más allá de la legalidad y permitiéndose llorar delante de su familia. Rust acaba derrumbándose en un duelo emotivo por la muerte de su hija.

En una escena final memorable, ambos quedan mirando al firmamento. Uno cree ver la noche más oscura que nunca. Otro, en cambio, cree que empieza a clarear. En cualquier caso la metáfora literaria está más que clara: la noche oscura de la que hablan es la del alma.

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