Las Correcciones, de Jonathan Franzen.

Terminado. Tenían razón los que decían que era igual a Libertad pero mejor. Mucho mejor. Infinitamente mejor. Más rotundo, incisivo, con un lenguaje delicado y profundo, tan humano que asusta.

La diferencia fundamental entre ambos es que, hacia el final, los personajes de Libertad viran hacia lo mejor de sí mismos por la acción y el efecto del amor.
En Las Correcciones es al revés, viran hacia lo peor. Se quedan sin amor y eso, además del deterioro inexorable del tiempo -que se representa en la enfermedad degenerativa del padre, Alfred, como si de un espejo insoportable se tratara-, les pudre la vida.
Chip persevera en convertirse en un desgraciado disfuncional al perder el entusiasmo por el conocimiento intelectual y por el sentido de lo verdaderamente correcto. Gary, tierno hasta la hiperestesia, claudica ante su propia autoexigencia y pierde toda su capacidad para disfrutar de la vida. Siendo mezquino, cobarde y egoísta cree que se blinda ante el mundo.
Y Denise, ay, mi querida Denise, sucumbe perversamente ante sus fracasos, perseverando para hacerlos más profundos y dolorosos como una forma rara de estoicismo.
Y Alfred, la figura paterna, mi propio padre... No puedo hablar de esto.

En el epílogo se aprecia una pequeña "corrección" en sus trayectorias vitales, pero la crueldad de la madre, Enid, ante la desesperación de Alfred por su propia demencia no deja lugar a dudas sobre el color de esta novela: negro. Negrísimo.

No deja de ser paradójico que primero leyera Libertad y después Las Correcciones, porque en este orden parecen seguir el hilo de mi propia vida.
A veces aprieto contra mi pecho Las Correcciones y lo acaricio, porque sé que pronto tendré que tomar la decisión de seguir apretándolo contra mí o de coger ambos, Libertad y Las Correcciones, y hacer una pira funeraria con ellos que me de la fuerza suficiente para hacer mi propia corrección.

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