Cincuenta Sombras.

La trilogía Cincuenta sombras es una historia impresionante contada de la peor forma posible. La autora ha decidido llenar páginas y páginas de descripciones minuciosas de comida, ropa, ojos y pelo de Grey y dejarse en el tintero la profundidad psicológica de un personaje fascinante. Al final de las tres mil páginas de la trilogía (telita) de repente parece caer en la cuenta de ello y nos ofrece un final en el que Grey toma la voz en primera persona y vuelve a comenzar la novela desde su punto de vista. Ostras. Cómo cambia la cosa entonces, pero ya es demasiado tarde y decide dejar el experimento a medias. Qué pena.

Grey es de esos personajes arquetípicos que representa un universal literario que nos viene fascinando a lo largo de los siglos: el del héroe sumergido en las tinieblas. Es un tipo que, después de una infancia atroz, llega a la adolescencia totalmente desbordado. No sabe gestionar sus sentimientos ni su sexualidad, bebe compulsivamente, se pelea constantemente… Hasta que se cruza en su camino una mujer madura que lo inicia en el BDSM. De algún modo Grey se salva porque aprende un modo de controlar sus relaciones, de establecer por contrato los límites sexuales y sentimentales que puede o no traspasar con sus sumisas.

Por supuesto la poco avispada E. L. James apenas se asoma a la sutileza de las relaciones BDSM y todo acaba en un decepcionante y previsible “happy end” después de conocer a la princesita que lo rescata. En fin. Podría haber sido una novela erótica brutal, pero se queda en rosa, muy rosa.

Pese a todo hay algo en esta historia que me ha confortado mucho. Mucho. 
Pero eso me lo guardo para mí.

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