César.

Camina por la calle doblado por el viento del norte que tensa su cara, una cara afilada por decepciones tempranas. Acaba de terminar su turno en la fábrica y de pensar que tiene que volver a casa y ver a Lidia preparando las entregas de la venta de ropa por catálogo le entra un vértigo insoportable. “A la calle, a caminar hasta que me salga del pueblo antes que volver a casa y ver su cara bovina, antes que aguantar sus memeces, sus cotilleos, sus pequeñas mezquindades cotidianas. Igual vomito si veo las judías verdes hervidas ya para la cena; quién me mandaría a mí casarme con una tía a la que no quiero, sí, ya sé, por los putos papeles de residencia, porque era agradable, porque follar regularmente por primera vez desde que cumplí los 20 me parecía jauja, porque soy un pardillo.”
Creció a la sombra de sus tres hermanas, como crecen los hermanos pequeños en las familias numerosas. Los cuatro habían heredado la morenez aceitunada de la madre, el pelo negro ondulado, la mirada oscura e intensa, pero sólo él la delgadez quebradiza del padre. Sus hermanas, rotundas, fragantes, lo acogían en sus concilios dominicales como quien recibe en el regazo a un animal doméstico. Se encerraban en alguna de sus habitaciones fumando, comiendo chocolate, intercambiándose ropa interior, prestándose anticonceptivos y esquilmando poco a poco lo que quedaba de la bodega del abuelo. Lo acariciaban ausentes, lo mecían entre sus muslos desnudos mientras se carcajeaban contándose sus últimas hazañas eróticas, ridiculizando a alguno de sus muchos amantes. Él las escuchaba en silencio, haciendo como que pintaba, leía, jugaba, pero sin perder ni una palabra de lo que decían. En aquellas tardes de domingo que pasó en las habitaciones de sus hermanas se asentó en su mente niña el imaginario sentimental que determinaría su vida. Los viernes y los sábados las espiaba afanosas delante del espejo: el rouge de mujer fatal nunca faltaba, escogían las bragas más livianas y los vestidos más cortos para lucir la piel untuosa de los 17, 20 y 22 años. Salían corriendo en el Mercedes rojo del abuelo, el último capricho, uno más, al que había sucumbido su padre.


Cuando ve a Lidia maquillándose delante del espejo en bragas y sujetador le golpea el fulgor del recuerdo de sus hermanas, que va opacándose indefectiblemente frente a la concienzuda vulgaridad de su mujer. En realidad, con ella todavía hay momentos en los que todo parece posible: cuando bajan a la playa en verano y no se pone el bikini debajo de la camiseta, su falta de pudor los reconcilia momentáneamente, como si implicase una intimidad sexual que están muy lejos de compartir. La verdad es que el sexo entre ambos tiene mucho de desahogo para César. Lidia parece satisfecha después de esos polvos agotadores en los que su pene parece que nunca termina de ponerse erecto, en los que tarda horas en eyacular y, cuando lo consigue, no siempre, la sensación de vacío que sufre es insoportable.
Por eso ha comenzado a ir de putas.
Todo empezó tontamente, casi por casualidad, como comienzan las pasiones oscuras cuando uno no es consciente de cuánto las necesita. La primera vez lo acompañó y alentó su amigo Carlos, un adicto irredento a la prostitución y la pornografía. A partir de entonces, cada vez que la rutina lo golpea más fuerte de lo habitual, cada vez que siente que va a desaparecer, se va de putas. Todo se desarrolla con una facilidad que nunca imaginó. Las busca morenas, rotundas, fragantes, y siempre lleva encima el rouge de mujer fatal, por si acaso, para completar la escena. Cuando va de putas siempre tiene erecciones brutales y siempre eyacula violentamente en el preciso momento que siente el carmín tiñendo su glande.



Por la acera de enfrente, de espaldas al viento, se acercan Toño y Lola. Casi no distingue quién es quién: ambos tienen el pelo igual de largo y lo llevan arremolinado sobre la cara. Los dos llevan vaqueros muy ajustados, negros, cazadoras de cuero con cremalleras, pañuelos en el cuello, están delgados, fibrosos. Están vivos. Le impacta tanto sorprenderlos tan felices riéndose a carcajadas pese al frío cortante, que no se para a saludarlos, finge una prisa que no tiene, que nunca ha tenido, y levanta la mano con la mejor de sus sonrisas, eso sí. Toño le devuelve el saludo distraído por la mano de Lola que se mete en el bolsillo de sus pantalones, pero ella se aparta el pelo para ver quién es y le dedica una sonrisa cómplice: todavía no han sido presentados, pero sabe que César es el mejor amigo de Toño. Saca un ducados pero no consigue prenderlo; prendado de la sonrisa tierna de Lola no acierta a dominar el mechero y al final se da por vencido, rompe el cigarro y continúa caminando furioso. “Veintisiete años y todavía no comprendo, qué demonios hago pasando frío en el infierno”, reza la canción.
Anochece rápido en invierno, así que vuelve a casa. Ha pasado toda su vida en cuatro calles del pueblo: heredó la casa en la que vive de su abuelo y está a sólo dos calles más arriba de la casa de su infancia. Es una casa muy modesta, con un corral interior en el que crece salvaje una parra centenaria. Un salón acristalado da al patio interior. La cocina es luminosa y amplia, sencilla y acogedora. Todo está limpio y ordenado, decorado con un estilo depurado, aquí y allá alguna antigüedad heredada. La mejor habitación de la casa es su despacho. Aunque es un simple obrero en una cadena industrial, aunque nunca bajó de su nube lo suficiente como para terminar sus estudios, tiene un despacho en casa forrado de libros, con una mesa de anticuario y un sofá de cuero marrón. Lo que más le gusta es leer Historia Contemporánea, aunque también devora novelas. Sus preferidas son Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y las memorias de Luis Buñuel, Mi último suspiro. No le gusta la televisión y pasa sus horas libres en ese despacho en el que va atesorando los objetos que le hubiera gustado poseer si viviera otra vida: un sombrero de gánster negro, una pipa, una cámara antigua que todavía funciona, un fósil, un abrecartas con empuñadura de marfil… baratijas trasnochadas que alivian su tedio vital.

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