La trama nupcial, Jeffrey Eugenides
Éste
(me da igual que ya no haya que acentuar ciertos pronombres) es el aspecto que
tiene un buen libro en verano: trabajado, leído con apasionamiento, acartonado
por el agua de la piscina, el mar o el sudor. Qué bueno es, cuánto agradezco a
Luna la recomendación que hizo del mismo en Facebook. Qué bueno, qué recomendable.
La
trama nupcial va de eso: de una trama nupcial.
La
protagonista, Madeleine, finaliza sus estudios universitarios de literatura
inglesa especializándose en un tema que denomina “la trama nupcial”, es decir, la trama romántica que indefectiblemente acaba en boda de las novelas
victorianas de Austen o James. Según la teoría del profesor de Madeleine,
Saunders, la novela como género alcanza su apogeo con la trama nupcial y nunca
se ha recuperado de su desaparición. Qué contar en una novela si lo que más nos
importa, el amor, ya no es categórico, único, irrepetible, experiencia mística
y reveladora.
Como
haciendo una pirueta intelectual para sí mismo Eugenides escribe la perfecta
trama nupcial. Madeleine es una jovencita austiniana -bella, inteligente,
educada exquisitamente- entre dos caballeros –Leonard y Mitchell- a cual más
apuesto y dotado de cualidades. Pronto surge el conflicto inicial que se da en
toda novela de trama nupcial: el enamorado no correspondido, los malentendidos entre la
pareja enamorada. Pero todo está ya decidido en las primeras líneas de la
novela. Como lectores clásicos que somos la mayoría de las veces queremos ver cómo, 500 páginas después
de vernos zarandeados emocionalmente ora de parte del rechazado ora del
correspondido, se confirma nuestra intuición inicial. Y es que este es uno de
los placeres de la novela decimonónica: la inmutabilidad mutable. Pasa de todo,
de todo lo imaginable, las situaciones se complican, pero, como dice la canción
de La Habitación Roja, “al final se acaba como siempre, como siempre ha terminado
todo, como siglo tras siglo tras siglo pasado hasta hoy, el peso de la historia
es lo peor”. La trama pesa, los convencionalismos pesan, los mitos de los
enamorados que se sacrifican por amor a su dama siguen teniendo la misma fuerza
y rotundidad que en el siglo XIX (y que el el XVIII, y que en el XVII y que en bla, bla, bla).
Quizás
sea porque al final se trata sólo de personas heridas que tratan de sobrevivir
y esto, queramos o no otros modos de relacionarnos y amarnos, constituye la esencia de todas las historias, de la
misma historia, la misma trama literaria, variada y diversificada, de la que nunca nos cansamos (¿nunca nos cansamos?). ¿Es posible una “nueva” afectividad, un nuevo
modo de relacionarnos, incluso si somos muy valientes; un nuevo modo de contar historias, un modo de contar otras historias? Sinceramente, no lo sé.
En
realidad, lo que querría decir es que este libro, en el que los personajes
resuelven sus problemas gracias a revelaciones trascendentes –¡ay el cerebro y
su necesidad de crear constantemente storyboards!- ha sido también para mí como
una revelación (toma contradicción). La estupidez de la inteligencia es lo que
caracteriza a ambos personajes masculinos. Podría extraerse una horrible
moraleja según la cual los extremadamente inteligentes están condenados a ser
unos outsiders, mientras que los mediocres y equilibrados como Madeleine –¡ah
la fe y la rectitud austiniana!- están destinados a resolver digna y felizmente
sus conflictos. Jo, ¿eh?, jo.
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