Baumgartner, Paul Auster

Supongo que siempre hemos pensado que sabemos quiénes somos en cada una de las etapas de nuestra vida.

Últimamente pienso (de un modo no ajeno a la modalidad dual de pensamiento humano) que en nuestra vida hay dos grandes etapas: cuando tenemos hormonas y cuando no las tenemos. En la infancia, la energía recién estrenada de nuestro cuerpo nos impulsa con una fuerza inagotable que a menudo confundimos con la felicidad; cuando las hormonas hacen su irrupción comenzamos a modelar el ego y la felicidad queda supeditada a sus devaneos. Quiénes somos, quiénes creemos ser y quién deseamos ser entran en conflicto permanente, sintiéndonos vencedores cuando creemos hacer coincidir lo que pensamos con lo que somos.

Cuando las hormonas desaparecen y el cuerpo empieza a envejecer, se produce un vacío de identidad. Resulta evidente que toda mi energía, vitalidad y felicidad tenía un nombre bastante concreto y poco intelectual, estrógenos, que apenas tiene que ver con ninguna de las ideas sobre lo que creía ser. 

Hace poco conversaba con una hermosa amiga, tremendamente lista, un portento intelectual. Tiene 38 años y lloraba porque "se hacía vieja". Yo la miraba y pensaba "pues cuando te llegue el sartenazo de la menopausia vas a flipar".

Quizás la falta de estrógenos traiga algo de claridad, quizás sea un nuevo espejismo intelectual. En cualquier caso, de esto trata Baumgartner: de los espejos y espejismos de toda una vida.

Auster sabía que se moría mientras escribía su última novela. Bolaño también. Bolaño, de naturaleza quimérica, nos dejó un monstruo de cinco cabezas. Auster, más prosaico, nos deja los últimos fogonazos de toda una vida.

Ni siquiera son los hechos más trascendentales. Son esos pequeños recuerdos sin importancia, anécdotas sin brillo que sorprendentemente nos acompañan siempre. Son los espejismos de nuestra identidad, esa que siempre nos tiene en jaque con la sensación de que en cualquier momento resolveremos el puzzle. 

Spoiler: no hay puzzle. 

Solo relatos.